"" el ojo heterotópico: marzo 2013

jueves, 28 de marzo de 2013

Cuando no es lo que parece



Son dos personajes de la mitología que pertenecen a tiempos y destinos diferentes. La durmiente Ariadna y el apolíneo Ares son representaciones que no se rozan siquiera en la narración mitológica. Humana una y divino el otro no se conocen en la historia lineal del mito. Pero ¿quién dice que en el mundo simbólico no adquieren carta de acercamiento? Que en esta exposición de copias hayan sido colocadas en proximidad permite aplicar un ángulo de visión perturbador. La cámara fotográfica, como moderno y alterador espejo, tiene la culpa de transmitirnos un vínculo que, de hecho, no existe. Nadie diría, viendo el plano, que Ares está a su bola y Ariadna a su sueño. 

Ariadna está en ese punto dulce y onírico donde se recompone. También donde en cierto modo se olvida. El sueño de Ariadna ¿supuso su perdición o un salto hacia adelante? Implicó el abandono por parte de Teseo, pero le permitió ser hallada por el dios Dioniso que la condujo al Olimpo. ¿Fue allí donde encontró a aquel kurós Ares que encarnaba la guerra? Los mitos no dicen nada al respecto. La sala de copias se antoja con su particular visión. Pero no. Ares no vela el sueño de la hermosa hija de Minos. Ni mucho menos la observa con tentación erótica.  No fiarse ni de las ubicaciones ni de la reproducción de las imágenes.




El profesor de Estética Pedro Azara lo dice muy bien en su libro "El ojo y la sombra. Una mirada al retrato en Occidente":  

"Las imágenes espejadas están hechas con la misma sustancia que los sueños y provocan los mismos efectos en el alma del hombre. Sumen a quienes los sufre en un mundo de ensueño, mucho más hermoso y sorprendente que el mundo real. Mas los soñadores tienen la cabeza llena de pájaros, perdida entre las nubes. Sumidos en sus sueños, son incapaces de vislumbrar lo que les rodea. Los sueños los han robado para la realidad. Confunden el sueño y la vida. Parecen no tocar con los pies en la tierra. Son como sonámbulos que deambulan por la vida sin ver nada, ‘viendo’ solo las naderías que los sueños les enseñan. Se olvidan del día a día, como si los sueños, o las fantásticas imágenes espejadas, semejantes a las espectaculares escenas de un teatro (o, en la actualidad, las deslumbrantes escenas cinematográficas), les hubiesen hipnotizado, inoculándoles un narcótico que los hubiera adormecido y los hubiera incapacitado para la percepción de todo lo que no perteneciera a un mundo de ilusión, al lejano universo del espejo. Prefieren vivir perdidos en sus fantasías, entregados a ellas. Las imágenes, en este sentido, como bien decía Platón, son una ponzoñosa causa de olvido."





Imágenes tomadas en la Exposición de Copias del Museo de Escultura de Valladolid, en la Casa del Sol.


miércoles, 20 de marzo de 2013

Las bitácoras de navegación de Fernando del Val




"Las ciudades invisibles se hicieron para ser miradas. En ellas, el espacio y el tiempo poseen un raro reflejo de luz. Allí habitan las pocas certezas visibles: los signos de interrogación, las lechuzas, los caminos machadianos, las miradas miradas y la persistente -y casi contumaz-creencia en ese espaldarazo melancólico que entendemos por justicia poética."

De este tono va el último libro del escritor y poeta vallisoletano Fernando del Val "11 Cuadernos de bitácora de La ciudad Invisible"publicado por Editorial Polibea recientemente. Recoge los textos leídos allá por 2008 en el programa La ciudad invisible de RNE Radio 3, donde Fernando colaboraba. Textos susurrados, barquitos de papel que invitaban a los oyentes a una navegación pausada, se recogen ahora en un libro con toda su carga de sugerencias, citas y reflexiones para navegantes audaces.




Dice Juan Carlos Soriano en la introducción a tu libro que escuchabas la radio en las caracolas. ¿Qué hay tras esta imagen literaria tan fascinante? 

Soriano, contra lo que cree, tiene una mente poética y captó a la primera el espíritu insular del programa. En esa imagen veo una apelación a la pureza y una crítica a la radio de consumo. Me produce rubor traducir más la imagen porque me da que salgo favorecido. Leí hace poco en Santiago de los Mozos: “Los elogios de los amigos hay que cortarlos en seco, y los de los enemigos examinarlos con lupa”. Soriano respondería con La Rochefoucauld.

Ahora que han pasado casi cinco años y con la perspectiva de la distancia, ¿qué te permitió descubrir personalmente el participar en aquel programa de Radio 3 titulado La ciudad invisible? 

Aquel programa era propio de una radio atrevida, con seis emisoras y la voluntad de investigar formatos. Toda mi experiencia en La Casa de la Radio fue positiva. Sentí la confianza de la gente y cómo se me permitían licencias. Aun en géneros tan terminados como la entrevista y el reportaje, queda espacio para la creación. La libertad mejora el producto. Vi a las claras que los malos profesionales se rodean de mediocres y los buenos intentan hacerlo de gente mejor que ellos. RNE aumentó mis capacidades para sentir y pensar y en ella conocí a personas que se revelaron muy importantes en mi vida.

¿No crees que al desaparecer programas de ese tipo desaparece de alguna forma algo más profundo, la expresión cultural tan necesaria para sentirnos vivos? 

Por supuesto. Cuando muere algo importante nunca lo hace de manera aislada, mueren cosas adosadas. Su desaparición la interpretaría ahora como una avanzadilla de la ignorancia en la gestión de lo público, espacio fundamental. Quedarán reductos y renacimientos, pero el avance del desastre es firme.




¿Cuáles son las ciudades invisibles? ¿Las que no existen, las que no se reconocen, las que no se ven, las que solo se muestran a quienes saben buscarlas? ¿O acaso aquellas que uno necesita inventarse para sobrevivir? 

Primero hay que señalar que las ciudades invisibles son territorios absolutamente reales. Que no las tengamos frente a la nariz no quiere decir que no existan. Visible o no, hay un mundo sensible. Situar el foco en él es tarea del arte. Y esos espacios invisibles existen en cada posibilidad que formulas: ciudades imaginarias, irreconocidas o irreconocibles, invisibles, elegidas, inventadas. Buen catálogo. En él reposa algo que me interesa especialmente: ese otro yo que somos, la persona más allá de la consciencia, gracias a la cual, de hecho, seguimos vivos. Una ciudad invisible puede llegar a ser una persona que pasó por tu vida y, tiempo después, no terminas de saber si existió realmente. Tal vez fue un espejismo. Pienso en los espectros de Shakespeare, en los ángeles de Eduardo Fraile.

Veo que te gusta mucho el término Cuadernos de bitácora. ¿Qué entiendes por ello? 

Circunscribamos el cuaderno de bitácora al viaje. El viaje nunca se deja de producir, también sentado leyendo un buen libro. No es trampa dialéctica: el viaje es interior o no es. Pensemos en Paul Theroux: “El turista tiene tanto confort, placer y lujo que difícilmente se descubre a sí mismo”. Radical, pero con sentido. Hombre, todos necesitamos alguna certidumbre, algún enganche a tierra y ese enganche nos lo proporciona la porción de turista que llevamos dentro, pero de lo que se trata es de viajar. Sin estar en contra de los diarios -que han producido, además, muy buena literatura y son un género en boga- creo que el cuaderno de bitácora tiene una significación mayor. Todo esto, sin entrar en el viaje de viajes: la muerte, que dota de sentido a la vida.

¿Acaso ves los cuadernos como exponentes de una navegación sin rumbo, y lo deduzco de aquella frase que citas de Cromwell: “Un hombre nunca adelanta más que cuando ignora a dónde va”?

 Buscar en ellos un argumento es complicado, los define la travesía. Y las cartas de navegación, que están sin marcar. Parto de la base de que se adelanta más yendo a Lanzarote con la novelita homónima de Houellebecq, por poco que tenga que ver con la localidad canaria, que con una guía. Pero te voy a decir más, a propósito de la cita de Cromwell: desconocer el rumbo guarda simetría con una predisposición a dejarse sorprender y con no ansiar respuestas para todo. Las respuestas nos encaminan hacia un estadio quizá superior, pero probablemente menos humano. ¿Hay que poner límites al desarrollo? Puede tornarse involutivo… En el no saber está Juan de la Cruz, pero también el homo sapiens. Lo digo en el libro: las respuestas matan las preguntas y son éstas las que nos definen.




Viajar puede convertirse en práctica de riesgo, dices en uno de tus escritos. ¿Es la idea odiseica de la vida como el viaje a Ítaca la que tienes en mente?

No cabe otra. El riesgo existe, y no sólo por las sirenas. Últimamente pienso si los dioses deberían haberse atado también a un mástil para no oír la lira de Orfeo y evitarle el descenso al Hades en busca de su amada. ¡Reencontrarse con Eurídice fue desastroso! Pedirle a la vida más de lo que puede dar comporta riesgos. Hay gente demasiado pendiente de estímulos, cuando tantas veces las ilusiones son, eso, espejismos. La felicidad, ya se sabe: no hay que perseguirla, podría salir corriendo. El viaje, ¿qué aporta? Una lejanía de la realidad. Y eso es bueno y malo. Arriesgado. Una cuerda floja.

Me gusta cómo haces en algún momento una vindicación cervantina sobre la ilusión y la realidad, tan constante en el Quijote. Donde las historias se desdoblan, donde parecen confrontarse una clase de ficciones con la realidad, que acaso es otro modo de ficción.

Bueno, ese es el lado amable de la ilusión, con un doble enfoque: interior y social. Y volvemos a las ciudades invisibles: todo descansa en la indeterminación. Si admitimos que los sueños forman parte de la realidad, por qué lo que llamamos realidad no va a poder convertirse en la parte de un todo ilusorio. En cuanto a Cervantes, él fundó la literatura moderna. Y la literatura ha encontrado en el siglo veinte, a mi juicio, la mejor supervivencia en esa mezcla tan europea de ficción y realidad, y de géneros, cuyo máximo exponente en nuestro país es Enrique Vila-Matas. La realidad es una, pero está participada de irrealidad. Nadie en su sano juicio puede descubrir en una más que en otra la identidad. Entre las dos anida el deseo bien entendido, como motor y humildad, al modo en que lo entiende Jorge Tamargo: relacionado con la inocencia.


Las referencias a autores que te han significado las traduces en sugerencias. Citas a alguien sumamente interesante en la literatura de nuestros días, Claudio Magris, y traes a colación una idea suya: que la literatura (o el viaje, o ambas cosas) no salvan la vida pero puede darle sentido. ¿Viviendo ciudades invisibles, por ejemplo, es una manera de sobrellevar la vida e incluso disfrutarla? 

La literatura no es una forma de evasión, la literatura “es la verdadera vida”, llegó a decir Proust. ¿Boutade? Las personas somos insectillos que pasan un rato por la Tierra. Queda el hecho artístico-cultural. Debemos tentarnos la ropa antes de contradecir a Proust. Me temo que sí, sobrellevar–no se puede hacer otra cosa- la vida es posible, en parte, gracias a las ciudades invisibles. Sin olvidar esa creación fantástica que es la memoria.




En tus bitácoras se manifiesta una especie de interlocución entre el escritor/locutor oculto y el radioyente, más secreto aún. Pero esa interlocución es creación tuya también. Es decir, no solo expresas ideas, ocurrencias (en el sentido que le da Kenko Yoshida), sino que instigas o conduces al que escucha a que te acompañe en el viaje. ¿Método radiofónico o conducta que te sale de dentro con bondad e intención estimulante? Me viene de pronto este parrafito: “Mientras el mar duerme profundamente la siesta, el amor duerme, sencillo, en la superficie, como el amor vestido de tarde en los poemas primeros de Machado”. ¿Literatura pura o dardo para que el receptor se sienta tocado? 

Ojalá las cosas fueran tan logradas como dices. Los cuadernos surgieron impremeditados, sobre la marcha, no había mucho margen para pensar. Son como una apelación constante e involuntaria al receptor, al que deseaba incomodar a través de la literatura. Te confesaré que alguna línea, sólo alguna línea, fue escrita pensando en una persona concreta que derribó mis defensas y deseaba estuviera escuchándome. Las restantes, todas, se basaban en un yo subsidiario de una segunda persona simbólica: el radioyente, que, por fortuna, es otro espectro de Shakespeare. A él te diriges sin pensar que existe. Es el mejor vehículo: si prestas atención a tu impulso te será más fácil contactar con el resto porque el diálogo es honesto. Al trazar mis columnas de El Mundo, traigo un ejemplo impreso, no pensaba en nadie. De haberlo hecho, habría pensado únicamente en el director de opinión, Tomás Hoyas, hombre de enorme criterio. El lector tiene que dar igual y, toma paradoja, es en esa indiferencia donde radica el mayor respeto hacia él. Que algo llegue a más o a menos gente resulta irrelevante. “Más que hacer algo importa hacerlo bien”: siempre Machado, en nuestra ayuda.

Leo tus bitácoras como si fueran observaciones peripatéticas, algo que me apasiona. Reflexiones al vuelo, dichos y contradichos, variaciones sobre citas de autores… 

Cualquiera se retrata en lo que escribe. Aunque no quiera. Aunque esté hablando del cultivo de los tomates. Ninguna palabra es por accidente. Mi bitácora internética es un pensar sostenido sobre el mundo y sobre uno mismo, apoyado a menudo en el lado formal de las cosas, descreo del enfrentamiento entre forma y esencia. De ahí puede salir una suerte de diario: está lo que me atañe e impele. De dos años a esta parte he comprobado el sentido religioso de la vida, “aun fuera de una fe”, que diría Fermín Herrero. Siempre atisbé esa posibilidad, pero mis reticencias vaticanas eran fuertes y contaminantes. Soriano, en la presentación madrileña de Once cuadernos de bitácora…, me atacó: ‘¿Cómo puede ser que hayas ido a apostatar cinco veces y en tu poética del libro de Polibea recojas: “Cuando un ángel levanta el vuelo, su rastro dibuja en el aire el polvo de la memoria con que se van nombrando las cosas?”'. Perfectamente leído por su parte, estamos hechos de contradicciones. Debemos intentar ser lo mejores que podamos, aceptando que nuestra limitada condición alberga dudas y contrasentidos. No hay que eliminarlos, sino entenderlos y, a poder ser, conciliarlos.




¿Qué marcó ese punto de inflexión?

Todo es procesual, nada por ciencia infusa. Quizás el origen del cambio consciente se encuentra hace tres, máximo cuatro años. Pero la semilla llevaba más. El desarrollo se produjo hará dos. El amor y la poesía –y el cine- fueron el detonante. Me revelaron el valor religioso de las cosas. Ahora entiendo algunas observaciones que me hacía Esperanza Ortega, lo mismo, hace seis o siete años. Todo es materia, pero también todo es espíritu. El materialismo dialéctico sigue vigente, pero el campo de la razón práctica es distinto al de la idea artística. “Reflexiones al vuelo, dichos y contradichos, variaciones…”, decías. Realmente no se pueden expresar mejor mis contribuciones en internet. Si he llegado en esas notas a una pizca de música, ya es mucho. Creo particularmente en aquello tocado por la música.

Ese curso andante, ¿es un método personal que te permite ahondar en las cuestiones de la existencia, en la meditación sobre tus propias experiencias? 

La Existencia es lo único. He aprendido, entrevistando en profundidad para Turia a José María Merino, a Félix Grande, a Luis Landero -Fermín Herrero también está ahí-, que la huella del existencialismo es fundamental. Mayor de lo que creía. Heidegger, Schopenhauer, Kierkegaard. Estos autores hay que tenerlos claros. A algunos de sus libros hay que volver para aclarar ideas. A los dieciséis o así leí El concepto de la angustia, me lo regaló una novia, e hice lo que pude… fue una lectura poética... Disculpa que me demore, tus preguntas están llenas de invitaciones a la reflexión. Es imposible salir de la experiencia propia, en la que cabe lo no tangible, volvemos a lo de antes: sentir es vivir y viceversa. “No hace falta ir al África a cazar leones”, me dijo Luis Mateo Díez en una entrevista. Es una cosa que alivia. La posmodernidad sí va a África. Y, claro, sale cada cosa que se te quitan las ganas hasta de viajar.




Cuando leo cosas como: “Nosotros, inocentes-culpables, no tenemos más gobierno que el que nos marca la nave” me pregunto si expresas un mero escepticismo, muy útil para navegar y saber diferenciar los cantos de sirena, o si se trata de una cierta dosis de claridad que vas percibiendo en la navegación. 

Me estás preguntando cosas esenciales. El escepticismo por sistema es peligroso. El libre mercado y, en definitiva, la posmodernidad nos ofrecen ese venero para beber. Buscan aniquilar el compromiso. Yo, de entrada, asumo la tradición. Y me declaro moderno. Creo en la responsabilidad, en Kant sobre todas las cosas, en la intervención pública, en el bien y en el mal, como Haneke. Fuera de ahí no encuentro respuesta fácil a tu pregunta. Hay un verso que crea incertidumbre, pero sobre todo apacigua, de Eduardo Fraile: “Azar, nombre civil del destino”. Hay un punto en el que plantarse. No osemos ser lo que no somos. Sentémonos a mirar por la ventana, perdamos el tiempo. Respiremos. Y seamos. Limitémonos a ser. Pero una respuesta mínima: en ese viajar sin guías se descubren mejor las ciudades, los itinerarios. Y, ¿por qué es mejor viajar por tierra que por aire? Entre otras cosas, porque cruzamos fronteras físicas. El segundo capítulo de Regreso al Metropolitan participa de estas reflexiones. 

¿No será que esa pulsión inocencia-culpabilidad es de la que depende el que lleguemos a alguna costa donde estemos a salvo o la que puede derivar en naufragio? 

Completamente. Perdida la inocencia, estamos muertos. Y debemos saber que cargamos con un lastre no querido: limitaciones, errores, fallos de conducta, todo inherente. Hay que encontrar motivación en cada pequeña cosa y asumir la sorpresa en sentido socrático. No nos garantiza sortear el naufragio, pero sí mantenernos humanos e inocentes, que, en un mundo donde todos somos culpables –aun calderonianamente-, es todo a lo que podemos aspirar. Sin inocencia, se me ocurre ahora, tal vez funcione como parche el cinismo. Pero no el pernicioso y posmoderno. Sino el que, roto el corazón, permite seguir viviendo, el de Rick en Casablanca.

Otra cita que me ha hecho detenerme especialmente - y eso que todo tu texto me invita a pararme y a degustar- es esta: “Los horizontes nunca se conquistan porque nunca terminan, como las utopías”. Ah, la tan obsesiva Utopía de los humanos: ¿sirve para avanzar, como dice Galeano? ¿O todo se queda en el camino machadiano, que ya es bastante, y deja la puerta abierta a todos nuestros logros o al menos a nuestras posibilidades? 

Ojalá Machado siempre. Pero él mismo dio la vida por la causa. Están los que han puesto el índice en la utopía como totalitaria. No sé si De la Serna dijo que no hay viaje más apasionante que el índice sobre un mapa, ¿ves?, un tercer tipo de cinismo. El mapa de las ideas es complicado. Yo creo que si una cosa no existe es la democracia, por lo tanto no me voy a permitir cursilerías. Defiendo la utopía. Si me empujas, acudiré a la quimera y, en última instancia, a la arcadia. Sin palo y sin zanahoria, me da que el burro no avanza.




“Nos gusta pensar que cada etapa en la película es una escena distinta del viaje. Y no hay exclusa que nos frene. Ni excusas”, expones en otra parte. Esta recurrencia a los referentes cinematográficos, ¿los consideras no solo parte del acervo cultural que has hecho tuyo sino también esencial en el sentido de que constituye algo clave de tu educación sentimental, y me permito retomar la imagen de Vázquez Montalbán? Pienso en que cuando nos expresamos no solo tenemos las imágenes de libros que hemos leído sino las de multitud de películas que desde pequeños nos transmitieron un estilo de narración y una manera de sentir. 

Oh, ¡la educación sentimental! No lo sabes, pero es un concepto que uno mucho a los cuadernos de bitácora de La Ciudad Invisible. La educación sentimental la forman los acontecimientos que cambian a la persona y la permiten mejorar. El viaje y el amor son dos elementos ineludibles de esa educación, ahora, bien emprendidos. Ellos laten en el libro. Nunca vale todo y, menos en lo importante. Todo vale es una horterada, una chapuza. ¿El cine? Con decirte que, a través del posgrado en Historia y Estética de la UVA, me ha enseñado a entender más la poesía te lo digo todo. Antes decíamos que la literatura no era evasiva. El cine tampoco.

Me ha gustado que citaras la terrible frase de Adorno sobre lo terrible: que después de Auschwitz no se puede escribir poesía si no es para hablar de Auschwitz. No le enmiendas la plana, pero certificas la necesidad de la poesía (supongo que de cualquier expresión que toque la esencia de las cosas) como alimento. 

Fermín Herrero entiende que Auschwitz es un tema tan serio que no cabe escribir sobre él. Lo entiendo, puede sonar frívolo. Pero al final…tenemos que escribir. Aunque sólo sea para desmontar la posmodernidad. Mira a Félix Grande: acaba de publicar, hace dos años o así, La cabellera de la Shoá. Yo lo que intento legar ahí es un poco de esperanza. Ciertamente, la poesía es un alimento esencial. La poesía como cualquier expresión que, efectivamente, toca la esencia de las cosas. Es lo que trataba de aludir antes a propósito de la música. La belleza es música. Siempre habrá los que prefieran rancho. Bien. No pasa nada. Correcto: los que desprecian la poesía tampoco repararán en las consecuencias que ejerce Auschwitz diariamente sobre nuestra conciencia, también sobre las suyas. Somos culpables, repito. Hace unas semanas leí en Abc una entrevista a Anthony Beevor que me dejó perplejo: según la BBC sólo el cincuenta por ciento de los británicos ha oído hablar de Auschwitz. No me digas que no le viene bien a nuestro complejo de inferioridad. A la mayoría de jóvenes, agárrate, le suena ¡a marca de cerveza! Ni Velázquez, ¿eh? Aunque es más autorretrato que retrato. Tengo recortada la entrevista, no sé qué hacer con ella.




Percibo también que el avance en el conocimiento no es para ti algo lineal. Cuando dices: “Sigue recto, hay un desvío”, ¿no estás proponiendo algo semejante a lo que dice Canetti, de que el conocimiento en esta vida se produce de forma lateral? 

El conocimiento, siempre he pensado, es diagonal, transversal. Lateral, igualmente. Eso me lleva al inconsciente; lo mismo estoy obsesionado. Y Canetti, ya que lo citas, es fundamental. Su Libro de los muertos lo es. El riesgo es volverse loco porque todo acaba rimando. Entiendo que Vila-Matas desconozca la página en blanco. 

¿Es en el desvío de las ideas prefijadas fuera de nosotros, en un cierto modo de salirse del orden establecido, en ignorar la reducción y los esquemas de la visión de las cosas donde nos encontramos a nosotros mismos?

Estamos en el sitio menos pensado. Y, ante un camino marcado, siempre debemos pensar quién ha puesto las marcas. No cultivar una desconfianza perpetua, no se puede vivir en la incertidumbre, de ahí la rutina, tan necesaria, aun con tan mala prensa. Necesitamos la pregunta en lo alto y la certidumbre en lo bajo. Es aquello, no sé si rilkeano, de que la poesía es un tener los pies en el suelo y las manos en las nubes. Era así, ¿no?






jueves, 14 de marzo de 2013

Las malditas diásporas, vistas por Françoise Vanneraud



Podría decirse que la historia de la humanidad es la historia de los desplazamientos humanos en masa. Desde que se inventaron las ciudades se daba por sentado que la verdadera historia  -la de la cultura humana-  era la que tenía lugar en las urbes. Pero el nomadismo no desapareció nunca. Motivada por necesidades no cubiertas, por hambrunas, pestes, catástrofes, persecuciones religiosas o políticas, falta de trabajo o miserias varias, la gente se ha visto obligada a ponerse en movimiento una y otra vez. A abandonar su tierra, su cultura, su país. Lo ha hecho por ciclos, por sectores sociales, por regiones del mundo, por tiempos diferentes, y pocas zonas del planeta quedarán libres de la expulsión.




Éxodo, diáspora, exilio, extradición o migraciones, entre otros términos, el hecho de la movilización social muy a su pesar sigue siendo uno de los sinos y desgracias de nuestros días. Desarraigo y ausencia siempre. Abandono y pérdida del tiempo pasado. Esto ha sabido captarlo muy bien Françoise Vanneraud con sus dibujos en la exposición titulada Habitar la frontera que tiene lugar en el Museo de Arte Contemporáneo Patio Herreriano de Valladolid. Formando una larga secuencia horizontal la artista ha dibujado en papel vegetal más de 300 figuras representando a los personajes de la emigración. Individuos de todas las edades, países y culturas, pertrechados de maletas, hatillos o mochilas, andando o en vehículos abarrotados de equipaje representan ese panorama de los movimientos migratorios actuales. Las figuras, recortadas, no van pegadas a la pared, sino aisladas, separadas del fondo. En las fotografías no se percibe bien ese efecto, que  dota al conjunto de un movimiento peculiar, pero si uno se fija en las sombras que proyectan se puede hacer una idea.




Para mí la clave de la contemplación, lo que verdaderamente nos lleva a sentirnos afectados por el fenómeno migratorio, no son tanto las imágenes tal cuales como la manera de presentarlas. Al colocarlas en una especie de banda corrida a lo largo de tres paredes las imágenes las percibimos cinematográficamente. Y cuando digo cinematográficamente no me refiero a que sean ni distantes ni ficticias, sino todo lo contrario: al poder de una imagen que simula movimiento. Rompiendo el esquema espacio-tiempo la descripción te atrapa y sigues la ruta no tanto como un cómic sino como una cinta sin fin y prácticamente sin solución. Se agradece la sensibilidad social de Françoise Vanneraud y esa visión dinámica con la que transmite uno de los grandes problemas no resueltos por las sociedades supuestamente modernas. 







(Françoise Vanneraud, imagen tomada del blog del MAVA, de Alcorcón)


jueves, 7 de marzo de 2013

Camino de la metamorfosis




Tal vez se trate de la vieja pugna de la fábula. O cómo el espacio lúdico de las cigarras se ve invadido por una invasión de hormigas. ¿Quién vencerá? ¿Se acercan para poseer el territorio y desplazar a sus competidoras? ¿O acabarán siendo engullidas las ejemplares laboriosas por la vorágine del encuentro desenfadado?  Bien mirado acaso se dirigen hacia una metamorfosis. Es lo que tiene buscar el compadreo de las culturas, y eso enriquece. Este tipo de iniciativas-entre el arte y la fantasía-  viene bien para alegrar la grisura de una ciudad, llegado el caso.







sábado, 2 de marzo de 2013

Los ríos van a dar a los ríos




Que nadie me proponga tener que elegir un espacio determinado de una corriente fluvial. Un espacio que es también un tiempo insustituible. Cada parte de su curso tiene vida propia y todas me cautivan. El agua que traslada no es un sistema único. Genera varios. Comparas la fontana tenue donde nace con la acumulación de la corriente a medida que el río continua o con la entrega definitiva a otro río o al mar y te parece que son ríos dentro del río. Nombrado con un solo nombre por aquello de que los humanos necesitan entenderse en los usos que extrae e la naturaleza, sin embargo el río es una pluralidad de vidas. Un río tiene mil caras en su propia afluencia, independientemente de que pueda recibir otras corrientes. Y esos mil rostros que son otros tantos paisajes son también formas, fuerzas, cadencias y ritmos. Un río es una consonancia que arrastra también nuestros sentidos. Porque los ríos existen antes de que esta especie nuestra tratara de apropiarse de ellos.





Sobre los ríos se puede hablar algo, pero lo justo. Hay que ir a ellos y exponer los sentidos para percibir. Simplemente. Todo habla en ellos a nuestra curiosidad y potencia nuestra admiración. Ellos condicionan el entorno por donde caminamos, las vegas que se cultivan, las sinuosidades del terreno al que se adaptan. Una desembocadura nunca es una muerte. El río nace en...pasa por...y muere en...era una vieja cancioncilla escolar que, sin que nos diéramos cuenta, hablaba sobre todo de dinámica, de movimiento, de transcurso. Símbolo perenne de la vida que no cesa lo es también del crecimiento y la regeneración. Un río nunca muere. Simplemente, se prolonga más allá.




En estas fotografías se ve la desembocadura en el río Pisuerga de un río modesto, el Esgueva, que antiguamente transcurría por Valladolid dividido en dos ramales que prácticamente abrazaban la ciudad. Solo en el siglo XIX se decidió desviar su curso por el extrarradio y convocar su desembocadura en un único punto en la zona norte de la ciudad. No obstante esta forzada y artifical caída de un río en otro no resta belleza al ecosistema que se ha generado allí.

La licencia tan alegórica y evocadora como tópica de Jorge Manrique en sus Coplas: Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar...queda congelada por mi parte ante la contemplación del espacio y del tiempo en sí mismos. No tengo mayor interés en saber a dónde van a dar nuestras vidas, precisamente por eso, porque no van a ninguna parte más allá de su curso.